La Reserva Federal: Un soldado del 1% en la lucha de clases

Julio Huato
16 min readMar 29, 2020

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A mediados de este mes, la Reserva Federal — el banco central de Estados Unidos también conocido como la Fed — anunció que estaba lista para comprar sin cobrar interés, primero, hasta 2 billones de dólares y, luego, si falta hacía, cantidades “ilimitadas” de deuda privada en los mercados financieros, sea deuda de bancos o de corporaciones (sociedades anónimas). En esencia, esta medida representa una transferencia masiva de valor hacia el 1% más rico de la población a expensas — ¿de quién va a ser? — del 99% restante. Esta es una ilustración más de la forma en que la Fed opera habitualmente como un soldado del 1% en la lucha de clases.

Los grandes bancos en particular, beneficiarios directos de esta medida, están en condición grave, porque sus hojas de balance contienen obligaciones diversas emitidas por todo tipo de deudores. Si los precios de los activos de sus deudores — activos tales como acciones, propiedad inmobiliaria y mobiliaria, inventarios de materias primas y productos varios, “capital humano” (es decir, fuerza de trabajo bajo contrato), etc. — siguen desplomándose en los mercados, sus obligaciones no pueden liquidarse a sus valores nominales, si no es que de plano resultan impagables. En otras palabras, el sistema bancario de Estados Unidos está a un paso de la insolvencia.

¿Por qué ocurrió esto ahora? Por supuesto, un motivo inmediato fue la pandemia del COVID 19, la cual fractura — temporalmente por lo menos, aunque quizá en forma más duradera — una piedra angular de toda economía, a saber la capacidad de cooperar e interactuar personalmente, cara a cara, en proximidad física. Es cierto que las telecomunicaciones nos permiten cooperar a distancia, pero lo que esta crisis ha demostrado sin dejar lugar a duda es la medida en que la cercanía física sigue siendo absolutamente indispensable.

Con la emergencia sanitaria en China y la amenaza ya evidente de su propagación en Estados Unidos y otras partes del mundo, las perspectivas de una aguda contracción económica global se hicieron sentir. Después de todo, China es ahora una fábrica global. Además de la crítica situación en China, las inquietudes crecientes en la población de los países ricos sobre la viabilidad futura del petróleo en vista de la crisis climática en curso, contribuyeron también a hundir el precio del hidrocarburo. La situación en el mercado petrolero desató una feroz guerra de precios entre productores — principalmente, Arabia Saudita, Rusia y Estados Unidos — y la rápida caída de las acciones de las poderosas empresas petroleras contribuyó a desfondar el mercado accionario.

Pánico financiero aparte, la verdad más fundamental es que los precios de los activos en los mercados financieros estaban ya inflados de manera significativa desde antes que estos acontecimientos tuvieran lugar. A partir de diciembre de 2019 y hasta febrero de 2020, según las estimaciones del profesor Robert Shiller (Universidad de Yale), la relación de precio a ganancias en el mercado accionario estaba ya dos desviaciones estándar arriba de la media histórica. Con crisis sanitaria o sin ella, ya es hora que aprendamos que la recurrencia de estas gigantescas burbujas especulativas y su consecuente estallido no es anomalía, sino atributo inherente a las sociedades capitalistas modernas. Las crisis son parte del modus operandi de la reproducción del capital.

A la gente le queda más o menos claro que las disputas sobre el paquete fiscal de emergencia que se dieron en el congreso la semana pasada son, en esencia, un episodio más del conflicto entre el 1% y el 99%. Las medidas de la Fed, por otra parte, parecen acciones monetarias técnicas, envueltas en el misterio. Sin embargo, repito, en esencia, esas medidas son también parte del conflicto clasista, aunque por otros medios. Es cierto que la situación política es fluida y puede haber giros rápidos dando lugar a circunstancias en que dicho énfasis pierda relevancia inmediata. Sin embargo, la esencia clasista de las medidas de la Fed necesita ser enfatizada, particularmente a la luz del todavía embrionario — pero vigoroso — renacimiento de la conciencia socialista entre la clase trabajadora de Estados Unidos.

Para captar el contenido clasista de la política monetaria, examinemos brevemente el mecanismo en operación. En forma instantánea, porque los precios de los activos se determinan mirando hacia el futuro, utilizando los valores contables en libro sólo como referencia, el efecto de primer orden que tiene la disposición de la Fed de comprar deuda es incrementar el capital del selecto grupo de grandes bancos que venden la deuda directamente a la Fed. El capital de los bancos es la diferencia entre el valor de sus activos (sobre todo préstamos) y sus pasivos (sobre todo depósitos).

Piénsese ahora sobre las acciones bancarias como manzanas y las acciones de las corporaciones, los activos inmobiliarios, los inventarios de materias primas, etc. como naranjas, duraznos, peras, etc. Si el precio de las manzanas sube mucho (digamos, porque los compradores de manzanas reciben una generosa línea de crédito a cero interés), entonces algunos compradores de manzanas van a comprar otras frutas, menos caras. Los precios de todas las frutas van a subir. Análogamente, el resultado de las compras de deuda por la Fed va a ser un incremento en el valor de casi todo tipo de activos (habrá excepciones). Así, el efecto de segundo orden de las medidas de la Fed es un alza generalizada en los precios de los activos. O, si estos activos van en caída libre, entonces las acciones de la Fed van a amortiguar dicha caída, aun cuando no consigan revertirla.

El punto importante aquí es que este no es dinero falso — no es “dinero sacado del sombrero” mediante un acto de prestidigitación monetaria. Por supuesto que no. Este es dinero real. La magia no existe. Por ello, uno tiene que preguntarse: ¿De dónde surge este extraordinario poder (“poder de compra”, le llaman) de la Fed? Porque en la naturaleza y en la sociedad, nada puede surgir de la nada.

La cuestión que, en realidad, estamos planteando es esta: ¿Por qué la gente acepta motu proprio los dólares emitidos por la Fed, pasivos sin interés y en fiat, es decir, sin ninguna contraprestación nominal aparente, como algo comparable y directamente intercambiable con todos los demás tipos de riqueza, como medio de liquidación de deudas y como vehículo para guardar valor en el tiempo — es decir, como dinero? Es cierto que la Fed — como el departamento del Tesoro, a pesar de sus constituciones y funciones distintas —es un brazo del aparato del estado, que hay una ley de curso forzoso y que los impuestos pueden liquidarse en dólares, etc. pero eso es secundario. La verdad es que la oficina de impuestos puede confiscarle a uno los calzoncillos si falta hace y la letra de la ley significa poco si no hay una fuerza — un garrote o una zanahoria — para compeler el cumplimiento de la gente, y garrotes y zanahorias cuestan.

Quiero insistir en este punto, porque comentaristas tales como Annie Lowrey (de The Atlantic) y Justin Wolfers (de Brookings y del New York Times) han tratado de ridiculizar a la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, al economista Robert Reich y al senador Bernie Sanders como neófitos en materia de política monetaria por atreverse a reclamar (¡correctamente!) que estas operaciones de la Fed son equivalentes de facto a una transferencia masiva de valor hacia grandes bancos y corporaciones (es decir, hacia el 1%) a costa del erario público. También mi amigo marxista Doug Henwood (del Left Business Observer), en un magnífico artículo que The Jacobin acaba de publicar, arguye de paso que los trillones de dólares que la Fed está inyectando en los mercados no son “dinero de los contribuyentes” sino más bien “dinero creado de la nada.”

Es curioso, pero este es uno de esos casos en que, paradójicamente, el vivir en el país capitalista más rico no aclara sino oscurece las cosas. En materia de política monetaria, los habitantes del “centro capitalista” sufren una mistificación de la realidad mucho más aguda que la que se tiene en la “periferia”. Esta mistificación redoblada tiene que ver con lo que Barry Eichengreen llama el “privilegio exorbitante” del dólar pero que los marxistas relacionamos, más estructuralmente, con la hegemonía imperialista que este país sigue ejerciendo en el mundo a principios de este siglo 21. Porque es la explotación imperialista del mundo pobre la que le otorga al dólar su rol de dinero global (por cuánto tiempo más, no se sabe ahora con exactitud), rol que parece darle a la Fed un poder ilimitado que no tiene.

El hecho es que terceras personas aceptan los dólares de la Fed como dinero porque éstos representan reclamos legales de propiedad (propiedad sobre riqueza física) tan astringentes como — si no es que más que — cualquier otro instrumento legal emitido por el estado, ya no digamos por particulares. Su intercambiabilidad fluye del hecho de que la riqueza física que lo subyace es tan real como cualquier otra riqueza física que subyaga a, es decir reclamada en última instancia por, cualquier otro instrumento legal. Los pasivos monetarios de la Fed representan de hecho una fracción modesta de la fuerza productiva del trabajo, trabajo social, que el estado se apropia en ejercicio de su poder, coercivo y persuasivo, de tributación — es decir, una fracción modesta de ese poder también llamado poder político.

Sólo la riqueza que ahora existe puede ser poseída, usada o consumida ahora, sea en forma personal o productiva. Esta es una ley física de conservación. Por ende, la relación matemática entre los reclamos legales hoy existentes (sean monetarios o de otro tipo) sobre la riqueza (consumible o productiva, incluyendo el valor de la fuerza de trabajo enajenada o sujeta a contrato por el capital) y el acervo existente de dicha riqueza física dicta ipso facto la relación matemática entre una unidad monetaria (por ejemplo, el dólar) o, más generalmente, la unidad de valor denominacional (face value) de todo tipo de instrumento financiero, y las unidades de riqueza física subyacente — es decir, el poder de compra del dólar (o, su recíproco, la lista de precios de esos activos en dólares). De nuevo, a final de cuentas, esto se deduce de una ley física elemental.

La aprehensión empírica de esta relación no es tan sencilla. El proceso concreto de formación efectiva del valor de la riqueza, en sus variadas formas, es complejo. Un economista diría que, si el proceso de formación de valor se reduce a sus “componentes ortogonales” principales, entonces dichos componentes son, respectivamente, (1) un proceso a través del mercado y (2) un mecanismo de reasignación de recursos por vía legal y política, que — por el principio matemático de dualidad — implica un conjunto de “precios sombra” correspondientes. En cualquier caso, estos procesos son el modo efectivo en que el ciclo de reproducción del capital, considerado en su totalidad, se forma socialmente.

Estos planteamientos, que tal vez parezcan esotéricos, deben de resultarle familiares a los lectores familiarizados con los debates sobre la industrialización de la Rusia Soviética en los 1920 entre marxistas, principalmente, Eugenio Preobrazhenski y Nicolás Bujarin. Aquellos lectores capacitados técnicamente en la teoría económica convencional moderna, poco familiarizados con la historia de las ideas económicas, pueden aproximarse al problema consultando, por ejemplo, el ambicioso intento teórico unificador de Andre Burgstaller en su libro (1994) Propiedad y precios.

Para decirlo en forma telegráfica, la política monetaria es, de hecho, una forma disfrazada de la política fiscal. Una revisión somera de la historia monetaria durante la alta edad media y la modernidad temprana europeas revelan que la emisión de deuda pública, el monopolio estatal de la acuñación de monedas, la emisión de papel moneda y — en su momento — la institución de bancos centrales emergieron, mayormente, como formas de eludir los obstáculos a la tributación que los soberanos encararon al tratar de financiar aventuras militares, obras públicas de envergadura y otros proyectos de alto costo. Estos vehículos representaron entonces como representan hoy formas de tributación o apropiación de valor — como hubiera dicho Carl von Classewitz — por otros medios. El argumento de David Ricardo (1820, Correspondencia) sobre la equivalencia fundamental entre las diferentes modalidades del financiamiento público es quizá la referencia más temprana a este hecho, en una época en que la hoy celebrada “autonomía” de los bancos centrales no estaba todavía consagrada institucionalmente.

En términos que los economistas convencionales pueden más o menos reconocer, el mecanismo a través del cual la Fed crea externalidades positivas masivas a favor del 1% es esencialmente el mismo mecanismo involucrado en el multiplicador fiscal keynesiano. Más generalmente, los economistas identifican este mecanismo en todo tipo de fenómenos aparentemente diversos y desconectados, pero que son de hecho materialmente idénticos, designándolos con variegados términos técnicos.

Me refiero aquí, de hecho, a la magia de la “división del trabajo” de Adam Smith (sea en un taller de manufacturas o a escala social), a los beneficios del comercio debidos a la especialización de acuerdo con las “ventajas comparativas” de David Ricardo, a las “economías externas” de Alfred Marshall, a los “rendimientos crecientes” de Allyn Young, a lo que la gente hoy llama “excedentes de bienestar”, “economías de redes”, “crecimiento endógeno” y cosas por el estilo. De hecho, todos estos fenómenos aparentemente diversos representan casos mistificados de la estructura emergente o, si se le quiere ver en un período de tiempo, la dinámica que resulta de la asociación, cooperación o socialización del trabajo productivo.

Como lo notó alguien en Twitter recientemente, si alguien duda de la tesis de que el trabajo es la base de todo valor y de todo poder social, sólo tiene que notar que, en cosa de semanas, el valor de las corporaciones en el mundo (si se le mide con el índice bursátil que se quiera) cayó en un 25% — es decir, una cuarta parte del capital global se esfumó — sin que hubiera ocurrido ninguna destrucción de la infraestructura física productiva del mundo, sin que ninguna máquina o fábrica hubiera sido desmantelada, sin que ningún recurso natural vital se hubiera agotado, es decir “simplemente” como reacción (por lo menos en parte) a los efectos no previamente anticipados del virus y de las medidas de “distanciamiento social” en la fuerza laboral ante la emergencia sanitaria.

En suma, las medidas de política fiscal se reducen, siempre y en todo lugar, no sólo a una reasignación de la riqueza entre usos alternativos, sino también — y crucialmente — a una redistribución efectiva de la propiedad sobre la riqueza entre individuos y grupos y, por lo tanto, entre las clases, propiedad cuya forma legal o financiera es tanto monetaria como no monetaria. Dicho brevemente, toda política fiscal es de hecho un episodio de la lucha de clases (y de la competencia entre capitales) efectuada por otros medios.

Al poder político del estado se le puede cuantificar más o menos precisamente (en términos monetarios o en unidades de trabajo social) como al valor neto de los activos que administra — activos que aparecerían registrados en su hoja de balance si esta se calculara en forma adecuada. A pesar de lo que se lee en casi todos lados, ni la capacidad de la Fed de emitir moneda ni el poder político en general es ninguna entidad misteriosa, abstracta, que habite el mundo místico de las formas ideales de Platón —no es ninguna magnitud fantasmagórica que vaya de cero a infinito sin que ninguna lógica parezca gobernarla. El poder político es real y es finito. Para usar la frase de Marx, el poder político es socialmente objectivo, porque es fuerza productiva del trabajo social en una de sus muchas modalidades.

Dado que el poder político opera en el mundo físico, necesita entonces residir o tomar la forma de objetos físicos concretos — incluyendo cuerpos humanos vivos y dotados de arbitrio. Por consiguiente, las leyes de conservación de la física se aplican al poder político, así como se aplican al acervo total de poder productivo del trabajo cooperativo. El valor en los mercados es sólo una forma de existencia de este poder productivo, como Marx lo mostró. Porque, si el poder político no tuviera una forma física de existencia, entonces no tendría ninguna consecuencia en este mundo físico que habitamos los seres humanos.

Obviamente, las formas sociales específicas importan. La equivalencia ricardiana resulta superficialmente distorsionada o “transformada” por la práctica histórica concreta, refractada por discontinuidades institucionales, así como los precios proporcionales a las cantidades de trabajo social resultan “transformados” (por la competencia entre capitales) en precios de producción y, más concretamente, en precios de mercado. También la ideología (siempre socialmente encarnada) importa. Pero la identidad material es la verdad más profunda que conecta a estas formas sociales heterogéneas.

Por lo tanto, si cualquier rama del estado, la Fed en este caso, asigna una porción del acervo existente de poder político del estado a asistir a bancos y corporaciones, y por ese conducto al 1% principal tenedor de la riqueza (bajo la forma legal en que aparezca), entonces esa misma porción del poder político no puede tener ningún otro uso simultáneo. De nuevo, esto se deduce de las leyes físicas de conservación.

Por eso es que es absolutamente válido decir, como lo han hecho Alexandria Ocasio-Cortez, Robert Reich y Bernie Sanders, que la rápida reacción multibillonaria de la Fed para sostener los precios de los activos, que el 1% posee casi exclusivamente, se puede contrastar con el letargo y la cicatería exhibida en apoyo a la población trabajadora. De hecho, en cierto modo, las medidas de la Fed, como las más recientes del gobierno federal, en apoyo al 1% excluyen un apoyo adecuado a los trabajadores, productores últimos del poder político y de todo poder social.

Marx y Engels estuvieron en lo correcto cuando afirmaron en el Manifiesto Comunista que la dinámica esencial de nuestras sociedades es la lucha de clases entre productores directos y quienes viven a sus costillas. Se trata de una lucha por el poder productivo del trabajo, una lucha por decidir quién se apropia y disfruta de la vitalidad creativa de los trabajadores. O los trabajadores se adueñan de y distribuyen, libre y democráticamente, el poder de su trabajo colectivo para satisfacer sus necesidades, o el capital y sus operadores políticos se arrogan dicho poder y lo convierten en una fuerza destructiva. El conflicto social de nuestro tiempo gira alrededor de esta dinámica fundamental.

Dicho eso, necesito aclarar aquí que, obviamente, dentro del marco de una sociedad capitalista, una sociedad en que los trabajadores están divididos y — en gran medida — políticamente incapacitados, dichos trabajadores dependen del capital. Es verdad que, hoy día, en Estados Unidos, la conciencia socialista renace y crece: evento bienvenido aunque tardío. Sin embargo, dicha conciencia está todavía en una etapa embrionaria, tratando de cuajar políticamente.

Uno puede hallar fácilmente prueba del relativo desamparo político de la clase trabajadora en tanto que fuerza política activa e independiente. Para mencionar acontecimientos recientes, considérese las dificultades que la campaña de Bernie Sanders encara hoy, una vez que el enorme poder del aparato del Partido Demócrata, de los medios masivos y del 1% se hizo sentir hacia principios de marzo, inclinándose decisivamente por un “volado” (nada imparcial) entre Joe Biden y Donald Trump.

Es claro que, si los trabajadores no están en movimiento, cualquier crisis que afecte al capital los afecta también — y en forma más trágica. Por eso, no debe creerse que el capitalismo puede derrumbarse automáticamente como mero resultado de crisis desintegradoras. Las cosas siempren pueden empeorar: Socialismo o barbarie. Al marco social capitalista sólo se le puede trascender en forma constructiva. Esta es una obra integradora de masas, obra dificilísima que presupone la organización y erección de todo un conjunto de estructuras sociales nuevas, más racionales y funcionales que las existentes — todo esto en medio de la hostilidad constante de la reacción.

Pero, ¿no es acaso cierto que, en el contexto actual, las medidas de la Fed para rescatar al capital sirven también para estabilizar la economía, evitar que el desempleo cunda y que las de suyo precarias condiciones en que trabaja y vive la población trabajadora se deterioren más, todo ello en medio de una pavorosa pandemia? Por supuesto. En las condiciones actuales, dada la debilidad histórica de su clase, los trabajadores quedarían en una posición mucho más débil si los bancos y los mercados accionarios — es decir, si el capital — no fueran apuntalados por la Fed o por medidas fiscales directas (como las recién legisladas).

En este contexto, es mejor que los bancos sigan en operación, que los valores suban o que no caigan tan rápido como caerían de otro modo. No es un argumento nuevo el plantear que, dentro del capitalismo, los trabajadores están en mejores condiciones cuando el capital crece que cuando no crece. Sin embargo, de lo que se trata aquí es de enfatizar los fundamentos de la situación. Porque, si no es mucho lo que cambia en el curso de la resolución de esta crisis, el principal beneficiario de la restauración del status quo ante sólo puede ser el 1%.

En las circunstancias políticas actuales, con Trump en la presidencia, un senado y una mayoría de las gobernaturas de los estados dominados por los republicanos, un partido demócrata al servicio casi exclusivo del 1%, las medidas de la Fed no son el peor escenario que uno pudiera imaginar. En complemento a las medidas de la Fed, el paquete fiscal de emergencia de 2 billones de dólares, recién aprobado por el congreso, ya suscrito por Trump y en proceso de ejecución, contiene — gracias a la presión de masas representada por Bernie Sanders en el senado y por Alexandria Ocasio-Cortez, Pramila Jayapal, Ilhan Omar, Rashida Tlaib y otros miembros del ala izquierda demócrata en la cámara baja — una ampliación del seguro de desempleo y transferencias directas a familias trabajadoras de menos de un billón de dólares. Con todo eso, el paquete fiscal deja más de un billón de dólares en un fondo que Trump — cuyo descaro prevaricador tiene poca precedencia en la historia de este país — va a ejercer con latitud discrecional para repartir favores y preparar su reelección.

En el mediano plazo político, hay alternativas obvias a estos generosos obsequios al 1%. El panorama político se sigue despejando. Como decía Lenin, hay días en que la historia corre más aprisa que en decenios enteros. Sólo hace falta ver alrededor: Los índices que miden el éxito del capital se han desplomado de nuevo catastróficamente, en sucesión más veloz incluso que en el crac de 1929. Todo esto a pesar de que la aparentemente todopoderosa Fed (en coordinación con el Banco Central Europeo, el Banco de Japón, etc.) se ha montado en su proverbial helicóptero con bolsas ilimitadas de dólares para arrojarlas en Wall Street y en otras sedes financieras del mundo. Para la gente común, la pregunta siguiente es: ¿Cómo, en la forma menos costosa posible, construir una sociedad mejor, una que se centre en nuestras necesidades de desarrollo humano universal, cuidado mutuo e integración racional con el resto de la naturaleza?

En lo más inmediato, el reto es forjar los instrumentos políticos aptos para emprender la tarea, instrumentos que deben estar en manos de los trabajadores y responder a sus prioridades. Para mencionar metas obvias a plazo mediano: Los bancos y las industrias esenciales — por ejemplo, las necesarias para responder a la emergencia sanitaria, instituir el sistema de salud pública universal “Medicare for All” y el plan ecológico y de reconstrucción de la infraestructura conocido como el “Green New Deal” — podrían nacionalizarse, si el estado (importa poco si es a través del Tesoro o de la Fed) adquiere una participación accionaria dominante a sus precios deprimidos en el mercado y luego usa su poder fiduciario para reorganizar gradualmente sus funciones y supeditarlas a las necesidades del 99%. En el peor de los casos, aun si estas industrias permanecieran en manos del capital privado, alguna forma de dirigismo estatal podría reorientar sus actividades.

Pero no necesito expandirme más en esto. Algunas de estas alternativas se describen en detalle y con claridad en el artículo de Doug Henwood que ya mencioné en The Jacobin. Propuestas semejantes o complementarias han sido también formuladas por, entre otros, mi colega Stephanie Luce (John Jay College, City University of New York) en su artículo en Labor Notes.

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